Entre todas las atribuciones decretadas, la amenaza de reforma laboral es la más grave, no sólo porque contribuiría a cercenar los modestos ingresos de los trabajadores y contribuir a su pauperización, sino porque haría mucho más remota una recuperación económica cuya clave está en el repunte de la demanda, no en el impulso a la oferta, como sostienen los neoliberales.
Por Arturo
Cancino Cadena Tomado de revista Nueva Gaceta, 24/05/2020
Ya llegan a
casi 6 millones los contagios de la pandemia y a más de 350 mil sus víctimas
fatales de acuerdo con la OMS. Día por día la velocidad de propagación y número
de fallecidos se multiplica. Poca gente cuerda y medianamente informada podría
atreverse a negar los efectos devastadores que esta peste ha traído a la mayor
parte de la población en todos los rincones de la tierra. Es claro que hasta
que se disponga de una vacuna efectiva y al alcance de los más de 7.000
millones de seres humanos (o, mínimo, un tratamiento eficaz que neutralice las
consecuencias graves de la enfermedad), el regreso al modo de vida anterior al Covid-19
es por completo improbable. Pero las expectativas de contar pronto con alguna
de estas herramientas sanitarias son muy vagas, a pesar de los esfuerzos de los
científicos en Europa, China, Estados Unidos y muchos otros países, respaldados
por cuantiosos fondos destinados a su trabajo. Y queda el problema de su
producción masiva y de asegurar su distribución universal, sin lo cual el virus
no podrá erradicarse.
Por otro lado,
un análisis comparativo por países de las cifras de propagación y letalidad
muestra que sus respectivos gobiernos han tenido un grado de éxito o fracaso
muy desigual en proteger a su nación del contagio y del exceso de mortalidad, y
en mitigar los efectos de la pandemia. Entre los factores determinantes del
fracaso, se destaca la mayor disposición que han mostrado algunos mandatarios
para ignorar la urgencia y aplazar irresponsablemente una respuesta apropiada
en defensa de la sobrevivencia y el nivel de vida de su pueblo. Prevalece, en muchos
de estos casos, la preocupación de no perturbar los mercados e intereses
económicos de poderosos grupos privados que ocupan un lugar prioritario en la
agenda del gobierno. E influyen también, no pocas veces, inescrupulosos
intereses particulares del gobernante y su partido. Eso explica que no se tomen
en cuenta con seriedad las orientaciones de los científicos y expertos en salud
pública; o que se llegue, inclusive, a negar o desestimar la gravedad del
problema con el fin de desconocer sus recomendaciones o aplicarlas a medias y
tardíamente.
El otro factor
decisivo para el buen o mal desempeño de un país en esta crisis es el estado
real y la capacidad de respuesta de su sistema de salud, el respaldo económico
que éste haya recibido del Estado y la seguridad de acceso a los servicios
sanitarios por parte de la gente. Además, deben incluirse las condiciones
sociales para resistir las consecuencias económicas de la pandemia, que
dependen mucho de la calidad de vida del pueblo antes de la crisis: sus ingresos
por encima del mínimo vital, la proporción de empleo formal, estabilidad
laboral y garantías de seguridad social, la posesión de ahorros y activos
familiares, de condiciones de salud y escolaridad, bajos niveles de pobreza y
de exclusión social.
Ninguna de
estas condiciones materiales se refleja en la imagen de prosperidad de un país
o su tamaño económico estimado en términos de su PIB o PIB per cápita. Medida
con base en su PIB, Estados Unidos es actualmente la nación más rica del mundo.
Sin embargo, tiene 37 millones de pobres y la mayor desigualdad social entre
los países del primer mundo, cuando en los años 70 del siglo XX había llegado a
ser el de mayor igualdad social entre ellos, con una clase media acomodada y en
ascenso. Así de profundo ha sido el efecto del desmantelamiento del capitalismo
redistributivo del New Deal de la posguerra y su reemplazo por el actual. Este
último se ha regido por el predominio absoluto del lucro privado sobre el
interés público y el aplastante poder de una oligarquía financiera insaciable,
que Trump representa hoy abiertamente. Ya antes de esta crisis, carecían de
acceso efectivo a los servicios sanitarios en ese país –donde la atención en
salud es un privilegio- no menos de 60 millones de habitantes, incluyendo la
mayor parte de la población trabajadora inmigrante, duramente perseguida y
golpeada por la Casa Blanca en los últimos años.
Cuando en un
país converge el tipo de gobierno totalmente ajeno al bienestar general del
pueblo con una situación social y sanitaria frágil, el resultado en esta
pandemia es el impresionante desastre humanitario en escala de muertos y
enfermos que viven hoy naciones como Estados Unidos y Brasil en el continente
americano (nuevo epicentro de la pandemia). O, similar y proporcionalmente, el
Reino Unido, en el continente europeo (el epicentro previo). Gobernados por
demagogos de derecha como Trump, Bolsonaro o Jhonson, esos liderazgos han
desestimado la evidencia científica, han perdido el tiempo esperando que la
pandemia se vaya por sí sola y no interfiera con sus planes (reelección,
dictadura neoliberal o Brexit) y han actuado tardíamente para evitar el colapso
de sus sistemas de salud y el holocausto de su nación.
En contraste, los resultados en términos de menor propagación y pérdida de vidas han sido mucho mejores en otros países de varias regiones del mundo, diversos en su nivel de desarrollo económico pero cuyas sociedades presentan un menor grado de inequidad, con garantías sociales y sistemas públicos de atención en salud más sólidos y universales. Además, donde lo anterior se combina con gobiernos en los cuales no ocupa un lugar tan irrelevante la responsabilidad estatal por el bienestar social.
En contraste, los resultados en términos de menor propagación y pérdida de vidas han sido mucho mejores en otros países de varias regiones del mundo, diversos en su nivel de desarrollo económico pero cuyas sociedades presentan un menor grado de inequidad, con garantías sociales y sistemas públicos de atención en salud más sólidos y universales. Además, donde lo anterior se combina con gobiernos en los cuales no ocupa un lugar tan irrelevante la responsabilidad estatal por el bienestar social.
En la
actualidad, tal es el caso de Alemania, Nueva Zelanda, Corea del Sur y China,
entre los países industrializados y con economías fuertes, por ejemplo; y de
Costa Rica, Cuba, Uruguay y Vietnam, entre los países en desarrollo y de
economías mucho más pequeñas. Otros países, tanto del primer mundo como del
mundo en desarrollo, presentan éxitos o fracasos intermedios que parecen
asociarse con la presencia menos marcada de alguno de los dos factores nefastos
encontrados en ejemplos como los de Estados Unidos y Brasil. Combinación
lamentable que podríamos llamar la fórmula del fracaso.
Sin embargo, es
justo decir que el panorama de países como estos últimos es el que presenta,
sin muchas excepciones, el mundo en general bajo el orden económico implantado
por el neoliberalismo. Estados Unidos, en particular, es una versión
amplificada de la brutal desigualdad y exclusión social resultante de la
aplicación del dogma neoliberal y la dictadura del mercado. Este modelo
económico global ha llevado a la mayor concentración de la riqueza de todos los
tiempos: 26 super-multimillonarios poseen hoy tanta riqueza como los 3.800
millones de seres humanos de menor ingreso, de acuerdo con estudios de Oxfam.
Tal acumulación insólita se ha producido simultáneamente con el deterioro en muchos países de los salarios reales de los trabajadores, el empeoramiento de la seguridad social y las condiciones de trabajo de la mayoría de la fuerza laboral, el auge de la informalidad, el empleo precario y el desempleo. Así, los supuestos logros alcanzados por la globalización neoliberal en la disminución de los niveles de pobreza se han limitado a la creación de una nueva franja social diferente de la clase media. Se trata de los vulnerables: un amplio sector que, con ínfimos subsidios pero sin estabilidad ni ahorros o seguros suficientes, sobrevive frágilmente en las proximidades del umbral inferior de la clase media, siempre expuestos a caer por debajo de la línea de pobreza y ser víctimas de las peores privaciones al más leve empujón del viento de la recesión económica y aumento del desempleo.
Tal acumulación insólita se ha producido simultáneamente con el deterioro en muchos países de los salarios reales de los trabajadores, el empeoramiento de la seguridad social y las condiciones de trabajo de la mayoría de la fuerza laboral, el auge de la informalidad, el empleo precario y el desempleo. Así, los supuestos logros alcanzados por la globalización neoliberal en la disminución de los niveles de pobreza se han limitado a la creación de una nueva franja social diferente de la clase media. Se trata de los vulnerables: un amplio sector que, con ínfimos subsidios pero sin estabilidad ni ahorros o seguros suficientes, sobrevive frágilmente en las proximidades del umbral inferior de la clase media, siempre expuestos a caer por debajo de la línea de pobreza y ser víctimas de las peores privaciones al más leve empujón del viento de la recesión económica y aumento del desempleo.
Al mismo
tiempo, en las cuatro últimas décadas las políticas neoliberales han recortado
drásticamente el gasto social y debilitado los sistemas de salud pública en
muchos países, mientras se han esmerado por convertir la atención en salud en
un próspero negocio privado de inversionistas, aseguradoras y empresas
farmacéuticas. Como se sabe, todos estos se caracterizan por su aversión al
riesgo financiero de atender a la población más pobre, su escaso interés en
invertir en vacunas y prevención de enfermedades, su orientación hacia los
grupos privilegiados y su capacidad reducida para afrontar crisis
epidemiológicas como la actual.
Con razón,
pensadores notables como Noam Chomsky destacan que en esta pandemia del Covid
19, “estamos ante otro fallo masivo y colosal de la versión neoliberal del
capitalismo”.
La economía colombiana y su panorama social
En nuestro
país, la élite rentista que domina la vida económica nacional se adhirió muy
temprano a la doctrina neoliberal y suscribió sin objeciones el decálogo del
Consenso de Washington. La dirigencia política tradicional que representa a
esta minoría constituida por los grandes propietarios de tierras,
intermediarios de las multinacionales y dueños del capital financiero, acuñó
distintos nombres para esta política contraria a los intereses de la inmensa
mayoría de la nación. Se la llamó “apertura económica” en el gobierno de
Gaviria y, más recientemente, “confianza inversionista” en los gobiernos de
Uribe, sin cambio alguno en los de Santos.
La esencia de
la misma ha sido colmar de privilegios fiscales y normativos a los grandes
capitales, al tiempo que se les transfiere, en todo o en parte, la propiedad de
las empresas del Estado y se convierte la prestación de los servicios públicos
esenciales - como la salud y la seguridad social- en lucrativo negocio privado
(privatización). Recíprocamente, mediante sucesivas reformas tributarias,
saturan de impuestos a las clases medias y al pueblo para recargarles el
sostenimiento de un Estado orientado cada vez más a subsidiar a los grandes
negocios con los recursos públicos y a favorecer el enriquecimiento, lícito e
ilícito, de unos pocos (fiscalidad regresiva y corrupción).
Así mismo,
mediante reformas laborales que en teoría se proponen disminuir el desempleo,
se ha buscado despojar a los trabajadores de sus beneficios legales en la
contratación laboral, socavar sus derechos a la organización y negociación
colectiva y depreciar los salarios en aras de maximizar las ganancias de las
empresas (flexibilización laboral). Y también se ha propuesto liquidar su
derecho a la pensión con el pretexto de asegurar su sostenibilidad (reforma
pensional).
Además, al
haber proscrito todo fomento efectivo de la industrialización y el desarrollo
rural por parte del Estado (desregulación y liberalización), han logrado
destruir o desnacionalizar varias ramas de la actividad industrial en beneficio
de las importaciones y el capital extranjero, debilitando así la mayor fuente
interna de creación de empleo de calidad. Empresas insignia como Bavaria, Paz
del Río y Avianca pasaron a manos extranjeras y otras desaparecieron. Hay que
agregar que también se ha arruinado a muchos agricultores e incrementado la
dependencia alimentaria del país con el favorecimiento de las importaciones
agrícolas subsidiadas y los funestos Tratados de Libre Comercio suscritos por
los gobiernos de Uribe y Santos con Estados Unidos y otros países
industrializados.
El resultado
neto ha sido la interrupción y retroceso del proceso de industrialización (de
24% de participación de la industria en el PIB a mediados de los años 80, a
menos de 12% hoy), el crecimiento desbordado de las importaciones y su pago
parcial con las exportaciones de hidrocarburos, minería y otros bienes
primarios; el faltante se financia con el incremento de la deuda externa
pública y privada, cada vez más alta y onerosa. Es decir, lo logrado por medio
de esta estrategia es una regresión a la economía del siglo XIX, que se ha
llamado apropiadamente reprimarización o modelo de dependencia primario
exportadora. Los efectos de este tipo de economía son mínimos en la creación de
empleo y desarrollo sustentable, pero descomunales en la destrucción del medio
ambiente, los suelos, las fuentes de agua y la biodiversidad. Todo lo anterior,
en medio de un trágico clima de violencia rural que, luego de una notable
disminución con la firma del Acuerdo de Paz con las Farc por el gobierno de
Santos, se ha recrudecido durante este gobierno.
La correlativa
pérdida de importancia del sector productivo ajeno a las exportaciones minero
energéticas y primarias, se ha traducido en el hipercrecimiento de un sector de
servicios muy heterogéneo que incluye desde las ventas callejeras, los
restaurantes y otros servicios personales de baja complejidad, hasta los
servicios financieros, las comunicaciones y servicio públicos más intensivos en
tecnología. Pero estos últimos representan apenas el 10% del empleo del sector
terciario, lo que hace que en éste predominen ampliamente los bajos salarios,
el empleo temporal y el trabajo informal. Por tanto, su contribución a mejorar
el nivel de vida de la población es muy modesto y además estos empleos están
excesivamente expuestos a las oscilaciones del ciclo económico y los crónicos
desequilibrios del sector externo.
Esta estructura
económica es la base sobre la cual en Colombia se levanta hoy una pirámide
social con uno de los niveles mundiales más altos de desigualdad en la
distribución del ingreso, inequidad en el acceso a los servicios básicos y
altas cifras de desempleo, subempleo y trabajo informal. El Índice de
Desarrollo Humano del país es excesivamente bajo comparado con otros países en
desarrollo menos ricos. La pobreza por ingresos se estima que se logró reducir
a 27% mediante los precarios subsidios de la política social asistencialista
(Familias en Acción, Jóvenes en Acción, Colombia Mayor), pero la movilidad
social ascendente de los colombianos, o sea, la posibilidad intergeneracional
de mejorar su nivel de vida, es casi inexistente. Mientras tanto, la población
vulnerable por encima de la línea de pobreza representa una ancha franja de
colombianos al borde todo el tiempo de caer debajo de la misma.
Los impactos sociales de la pandemia y las respuestas del gobierno de Duque
Las medidas de
aislamiento social que, como los demás gobiernos, se vio obligado a tomar el de
Colombia para frenar la velocidad del contagio del coronavirus, forzaron la
parálisis de cerca de un 70% de la actividad económica. Salvo los trabajadores
de los servicios públicos esenciales, los servicios de salud y financieros y
los de abastecimiento de alimentos y medicamentos, todos los demás se vieron
obligados a confinarse en sus casas. Como resultado, los empleados formales y
sus familias quedaron dependiendo del pago de sus salarios por sus empleadores
que tuvieron que afrontar el cierre temporal de sus negocios; y los
trabajadores por cuenta propia, así como los desempleados, sub empleados,
empleados informales y sus dependientes, quedaron al azar de sus recursos
personales y de eventuales redes de solidaridad familiar o comunitaria.
Debido a la estructura económica y social creada por las políticas neoliberales, este último grupo alcanza alrededor de 13 o 14 millones de colombianos activos laboralmente, cuyas condiciones económicas son generalmente muy frágiles. Por ende, el cumplimiento de las disposiciones de la cuarentena suponía, además de la disciplina ciudadana, el suministro por el Gobierno de ayuda económica a esta población desprotegida y privada de la posibilidad de trabajar. Además, 4.5 millones de familias no tienen vivienda propia y esa carencia no se puede subsanar de inmediato aun si se quisiera.
Debido a la estructura económica y social creada por las políticas neoliberales, este último grupo alcanza alrededor de 13 o 14 millones de colombianos activos laboralmente, cuyas condiciones económicas son generalmente muy frágiles. Por ende, el cumplimiento de las disposiciones de la cuarentena suponía, además de la disciplina ciudadana, el suministro por el Gobierno de ayuda económica a esta población desprotegida y privada de la posibilidad de trabajar. Además, 4.5 millones de familias no tienen vivienda propia y esa carencia no se puede subsanar de inmediato aun si se quisiera.
Sin embargo,
toda esta multitud vulnerable no ha entrado sino parcialmente en la lista de
los restringidos esquemas de subsidios para reducir la pobreza. Entonces, la
ayuda de emergencia para las necesidades básicas se ajustó a los estrechos
marcos de esos programas, sólo ligeramente ampliados en valor y número de
destinatarios. Y en lugar de ofrecer un seguro pagado por el Estado para
respaldar el pago de los alquileres, el Gobierno optó, mediante la prohibición
por decreto del cobro coactivo, por trasladarle a otros 3.2 millones de
arrendadores -que en su mayoría viven de esos ingresos- la carga de subsidiar a
los arrendatarios.
Por otra parte,
las empresas y en especial las Mipymes que generan 80% del empleo, quedaron a
la expectativa de un apoyo estatal efectivo para continuar pagando la nómina de
sus trabajadores en receso y cumplir con la prohibición del ministerio de
Trabajo de despedir personal durante la cuarentena. No obstante, las primeras
concesiones para ellos no fueron más allá de un aplazamiento de sus
obligaciones tributarias y parafiscales y la promesa de devolución por la Dian
de cualquier saldo a su favor en impuestos anteriores.
El decreto 417
de 2020, mediante el cual el gobierno de Duque invocó la emergencia económica y
social, argumentó la existencia de condiciones extraordinarias e imprevisibles
originadas por la emergencia sanitaria y la necesidad de contener sus graves
efectos sociales. Sin embargo, en el decreto 444 de 2020 que creó el Fondo de
Mitigación de Emergencias, FOME, instrumento de canalización de los recursos
económicos para la emergencia en manos del ministro de Hacienda, curiosamente
no se incluye la atención en salud ni la protección de la población vulnerable como
objeto posible del uso de dichos recursos. En cambio sí contempla
explícitamente “operaciones de apoyo de liquidez transitoria al Sistema
Financiero”, conformado fundamentalmente por los bancos privados. Esta
incongruencia la señaló la Alcaldía de Bogotá en el concepto de la Secretaría
de Hacienda Distrital a la Corte Constitucional durante el proceso de la
revisión del decreto.
Que no se
trataba de un simple olvido o error de redacción del ministro Carrasquilla, lo
comprueba el hecho de que ante el Congreso éste declaró disponer de casi $29
billones para la emergencia, pero los recursos para la atención de la población
vulnerable sumaban escasos $4 billones (0.4% del PIB) para atender a los 7
millones 500 mil familias contempladas. Y los gastos en el sistema de salud,
que estimó en $7 billones, no le llegan sino con cuentagotas a las clínicas y
hospitales que prestan los servicios. Mientras tanto, el ministerio de Salud
permite que 85% de los profesionales de la salud sigan sin recibir los
elementos de bioseguridad indispensables y deban prestar sus vitales servicios
de alto riesgo bajo precarios sistemas de contratación, soportando muchas veces
atrasos en el pago de sueldos y despidos en respuesta a sus reclamos.
Pero si las
escasas ayudas para la población vulnerable le llegan si acaso a la mitad de la
gente que las necesita y si continúan las malas condiciones de trabajo y
seguridad del personal de la salud, tampoco se ve mejor el panorama en cuanto
al apoyo a las empresas medianas y pequeñas. En este campo, la acción del
Estado se quiso limitar a ofrecer el aval a créditos bancarios a tasas
comerciales, con la condición de mantener el empleo. Dudoso apoyo para
empresarios ya muy endeudados y con inciertas posibilidades de recuperación.
Varias semanas antes, inclusive economistas ortodoxos como Lora y Botero habían
propuesto subsidiar con el salario mínimo durante 6 meses la nómina de las
empresas para conservar 3,6 millones de puestos de trabajo. No obstante, el
gobierno nacional, tras mucha pensarlo, terminó anunciando un subsidio por 40%
del salario mínimo durante 3 meses, además de tardío, insuficiente y de azaroso
desembolso a través de los bancos privados.
Se calcula que
el gobierno de Duque ha comprometido por ahora recursos equivalentes a 3% del
PIB para atender la emergencia, mientras la mayoría de los países han anunciado
que se proponen gastar el 10% o más, incluyendo economías latinoamericanas más
pequeñas como Perú, que gastará 12% del PIB en mitigar los efecto económicos y
sociales de la pandemia, o 10% en el caso de Chile. Muchos de sus colegas
exministros le vienen diciendo a Carrasquilla y al Gobierno que “no es hora
para ortodoxias” de austeridad fiscal: todo punto del PIB gastado hoy en
afrontar la crisis contribuye a evitar que la economía se desplome este año más
allá del 6-7% que prevé Fedesarrollo. Se sabe que las empresas y empleos que se
pierdan ahora no se van a recuperar en mucho tiempo. Incluso el FMI, su padrino
intelectual, ha recomendado a los gobiernos (¡quién lo creyera!) gastar
ampliamente en apoyar a los sistemas sanitarios, las familias y las empresas
para atenuar el impacto económico de la pandemia.
Entonces, ¿cómo
se explica la renuencia del Gobierno en inyectarle recursos suficientes a estos
sectores y que insista más bien desviarlos para aumentar la liquidez del
sistema financiero? La respuesta puede llevarnos más allá de la tara mental que
agobia a gobernantes neoliberales como Duque y su ministro, con su respeto
reverente por las desfasadas calificadoras de riesgos y los mercados de capital
o su favoritismo con los bancos privados. Una posible razón de tanta cicatería
con la que se arriesga la destrucción de muchos puestos de trabajo (que
acarreará el desplome en las condiciones de vida de la gente), es la confianza
en que la repentina reactivación de la actividad económica que viene forzando
temerariamente le ahorrará al Estado gran parte del esfuerzo fiscal destinado a
reparar los daños de la crisis, sin importar si eso implica que se aceleren los
contagios y la mortalidad o que muchas empresas cierren para siempre por falta
de apoyo.
El llamado
“levantamiento gradual” de la cuarentena, sin tener preparado aún el sistema de
salud para afrontar una ola de contagios, no es más que otro eufemismo de Duque
para disfrazar la realidad, como el “diálogo nacional” frente a los reclamos
del movimiento social o la “cero tolerancia” con las mafias que violan los
derechos civiles, compran las elecciones y persiguen a periodistas y
opositores. El Gobierno sabe que con esta estratagema para minimizar el gasto
público social pone en riesgo muchas vidas, así como la estabilidad del empleo
y el bienestar material del pueblo; y también, que el aumento descontrolado de
las víctimas podría obligar a un nuevo confinamiento. Pero calcula, con una
lógica mezquina, que al ordenar la rápida apertura de la economía los ahorros
que puede lograr en el gasto público compensatorio disminuyen la necesidad de
un mayor endeudamiento. Y, lo más importante: el riesgo de verse obligado a
respaldarlo con la reversión de los privilegios fiscales regresivos que ha
concedido a los grandes capitales… o quizás (¡vade retro!) un indeseable
impuesto al patrimonio que incomode a los superricos, sus protegidos.
Los posibles propósitos de la segunda declaratoria de emergencia económica
El pasado 6 de
mayo, bajo la figura de prolongar la cuarentena hasta el 25 de este mes, el
gobierno de Duque abrió la actividad económica a casi todas las ramas de la
economía (decreto 636 de 2020), excluyendo por ahora a una parte del comercio,
al sector hotelero, el transporte aéreo e intermunicipal y al entretenimiento.
Apertura al estilo de Trump, de quien Duque vive presumiendo un supuesto apoyo
que muy pocos aprecian en estos tiempos.
Entre las 46
excepciones que reciben el permiso de abandonar la cuarentena incluye a las
notarías y las comisarías de familia, pero -igual que en los anteriores
decretos que ordenan el aislamiento social- guarda silencio sobre los miembros
del Congreso, los jueces y las altas Cortes. Algunos analistas no han dejado de
notar que esta omisión, aun en el caso de que la autorización a éstos para
reunirse no fuera estrictamente necesaria, deja la impresión de que el
presidente Duque prefiere gobernar sin los contrapesos constitucionales ni el
control político por el Congreso a los múltiples decretos-ley que ha venido
emitiendo en uso de la emergencia económica.
Ciertos
políticos del partido de gobierno confirman esta impresión con su hostigamiento
a los congresistas que procuran trabajar presencialmente en el Capitolio y con
propuestas sobre el cierre del Congreso o su recorte, alegando supuestas
preocupaciones de austeridad económica. No objetan, sin embargo, los gastos
suntuarios en carros blindados y en la autopromoción de la imagen presidencial
por más de $9.000 millones, firmados por Duque en plena emergencia sanitaria.
Un ejemplo nítido de las verdaderas preocupaciones del presidente y de su
insensibilidad ante las graves privaciones del pueblo (que la vicepresidenta
llamó “atenidos”).
El mismo 6 de
mayo expidió el decreto 637 de 2020 con el que declara por segunda vez la
emergencia económica, social y ecológica. Su justificación es el supuesto
carácter imprevisible de la prolongación del aislamiento social y el
empeoramiento incalculable de los perjuicios económicos y sociales de la
crisis, de lo cual se deriva la necesidad de adoptar nuevas medidas
extraordinarias para conjurarla y mitigar sus efectos. Haciendo caso omiso de
la obvia falsedad del argumento sobre la imposibilidad de anticipar la
extensión de la crisis y sus consecuencias (teníamos ya los ejemplos de los
países de Europa), vale la pena destacar cuatro puntos en el apartado de la
justificación de la declaratoria referente a las “Medidas generales que se
deben adoptar para conjurar la crisis y evitar la extensión de sus efectos”.
El primero es la atribución de “modificar el uso y destino de las contribuciones y transferencias derivadas de los contratos” del sector financiero, asegurador y bursátil, lo que sugiere la intención subvencionar a estos sectores de la élite de los conglomerados económicos.
El primero es la atribución de “modificar el uso y destino de las contribuciones y transferencias derivadas de los contratos” del sector financiero, asegurador y bursátil, lo que sugiere la intención subvencionar a estos sectores de la élite de los conglomerados económicos.
El segundo,
“contemplar mecanismos para enajenar la propiedad accionaria estatal”, es
decir, vender las empresas del Estado. Con ello se pretendería utilizar la
crisis sanitaria para seguir avanzando en uno de los puntos clave de la agenda
neoliberal: la privatización de empresas públicas y el debilitamiento del
Estado.
El tercero es “adoptar medidas y reglas especiales en relación con el Sistema General de Regalías” que forma parte vital de los ingresos de las entidades territoriales. Eso hace temer por un nuevo zarpazo a los recursos de los municipios y departamentos, adicional al que ya le dio el Gobierno al Fonpet y el FAE en el decreto 444 de 2020, con el cual se apropió inconsultamente de $14.5 billones para financiar, a su criterio, las medidas de emergencia.
El tercero es “adoptar medidas y reglas especiales en relación con el Sistema General de Regalías” que forma parte vital de los ingresos de las entidades territoriales. Eso hace temer por un nuevo zarpazo a los recursos de los municipios y departamentos, adicional al que ya le dio el Gobierno al Fonpet y el FAE en el decreto 444 de 2020, con el cual se apropió inconsultamente de $14.5 billones para financiar, a su criterio, las medidas de emergencia.
Y el cuarto,
“la adopción de medidas en aras de proteger el empleo, entre otras, el
establecimiento de nuevos turnos de trabajo”. Nótese que la expresión “entre
otras” no es taxativa, lo que deja abierta la puerta para meter de contrabando
cualquier cambio regresivo en el régimen laboral como los propuestos por Vargas
Lleras; o los sacrificios “temporales” de los trabajadores para ayudar a las
empresas y el salario por horas promovidos por gremios como Fenalco, Anif y la
Andi (ya se sabe, por ejemplo, del aplazamiento del pago de la prima de junio).
Entre todas las atribuciones decretadas, la amenaza de reforma laboral es la
más grave, no sólo porque contribuiría a cercenar los modestos ingresos de los
trabajadores y contribuir a su pauperización, sino porque haría mucho más
remota una recuperación económica cuya clave está en el repunte de la demanda,
no en el impulso a la oferta, como sostienen los neoliberales. Por eso, cuando
entrevistaron en estos días a un conocido empresario sobre la reapertura de su
fábrica, respondió que su verdadera preocupación no era volver a producir sino
si tendría compradores.
Como manifiesta
Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la Cepal, “No podemos transitar por los
mismos caminos que nos han traído a estas grandes brechas. Estamos ante un
cambio de época, de paradigma”. Pero hacer que esto sea una realidad pasa por
frenar los intentos de los gobiernos neoliberales de aprovechar las condiciones
de excepción para proseguir y afianzar su proyecto regresivo.
Mayo 25 de 2020
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